miércoles, 25 de marzo de 2009

Revista Contenido. Febrero 2001

Transcribo una entrevista que le hicieron en el 2001 a mi abuela María del Carmen referente a los años en que trabajó en el famoso "Palacio Negro", mejor conocido como Lecumberri. Dejo la historia...


Yo fui celadora en la penitenciaría de Lecumberri.(México)


COPYRIGHT 2001 Editorial Contenido, S.A. de C.V.
Con todo y que derrocha simpatía, la veracruzana María Zamudio --una septuagenaria madre de 3 hijos, abuela de 7 nietos y bisabuela de 2 bisnietas-- no habla con cualquiera sobre los 9 años que trabajó como celadora en la penitenciaría de Lecumberri, al oriente del DF. En el llamado "palacio negro", donde hoy se guarda el Archivo General de la Nación, los cuidadores tenían peor fama que los presos. Por eso cuando a la mujer le preguntan sobre su pasado dice vagamente que entre 1965 y 1974 se ganó la vida como pudo. Sin embargo, venció sus reticencias y narró a Contenido algunas de sus experiencias de esos años. En 1963 mi esposo, que era oficial de la Armada, acababa de abandonarme dejándome a cargo de nuestros hijos. Ese año vine al DF a pasar Navidad con mis hermanos radicados aquí y ellos me convencieron de que no tenía caso volver a Veracruz. Primero viví en casa de una hermana pero después me independicé: con dinero que me prestaron mis parientes renté un cuarto en San Isidro, cerca de las Lomas de Chapultepec, y por varios meses me mantuve cosiendo ropa para unas señoras del rumbo.


Una mañana en que volvía de hacer compras en el mercado de Tacuba, en el camión hice plática con la viuda de un coronel. Ella trabajaba en Lecumberri y cuando le dije que la costura apenas me dejaba para mantener a mi prole me sugirió que fuera a pedir trabajo en ese lugar, donde no pagaban mal. Así que al día siguiente fui hasta el edificio de la cárcel, conseguí que me recibiera en su oficina el general Martín del Campo --en ese tiempo director del penal-- y él dispuso que me contrataran. Un capitán a quien apodaban "El Guanaco" me llenó la solicitud e imprimió mis huellas digitales en un expediente; después me tomaron una foto para la credencial, me uniformaron... y ya.


Al principio me inquietaron los gritos de "¡alerta!" que cada cuarto de hora daban los vigilantes que estaban en el puesto de entrada, pero eso no fue nada comparado con la impresión que me llevé cuando vi las crujías. En la "A" estaban mujeres y hombres que no habían sido aún clasificados; la "B" Mojaba a delincuentes primerizos; la "E", a rateros reincidentes; la "L", a defraudadores; la "F", a viciosos; la "O", a presos políticos y en la "D", había asesinos peligrosos.


Lo difícil fue habituarse Con los días me acostumbré a la rutina de trabajo: llegaba, me ponía el uniforme, iba a desayunar, me formaba con las demás celadoras y ahí a cada quien nos asignaban una labor. Por varios meses a mí y a otra compañera nos tocó vigilar la entrada de visitas en la puerta 2, donde revisábamos que los familiares de los presos no introdujeran artículos prohibidos. Aquellas revisiones eran repugnantes: encontrar postizos para el busto o toallas femeninas rellenas de marihuana era cosa de todos los días. Cada vez que descubría a una mujer tratando de meter "yerba mala" mi compañera la entregaba a los responsables de la guardia; yo, en cambio, hacía como que no había visto nada. Nunca me gustó regañar a nadie; total, cada uno sabe por qué hace las cosas, ¿no? A veces me ofrecían dinero para que me hiciera de la vista gorda a la hora de las revisiones. Una señora que llevaba una faja llena de pastillas me ofreció 1,000 pesos de aquel entonces si la dejaba meter su "mercancía". La turné con un superior, para no comprar problemas.


En la penitenciaría conocí a personajes importantes de la vida nacional. Entre ellos a un tal Espinosa, que había participado en la campaña presidencial de José López Portillo. Solía aconsejarme: "Jarocha, ésta no es una chamba para ti; mejor busca trabajo en el DDF". Pero yo no era secretaria ni nada, así que ni modo. También me enteré de cómo se cometieron varios de los delitos más sonados de aquel tiempo, como el de la mujer del columnista Carlos Denegri, quien en 1970 había matado a balazos a su marido porque la trataba mal. Se llamaba Linda y fue puesta en libertad pronto, porque intercedió la entonces primera dama, María Esther Zuno de Echeverría, quien también ayudó a la chica que mató de un tiro al hijo del secretario general del Sindicato de Cinematografía, Jorge Baeza; ella aseguraba no acordarse de haber cometido el homicidio.


Pura buena gente


Entre los "huéspedes distinguidos" que conocí en Lecumberri recuerdo especialmente al cantante Rigo Tovar (quien estuvo un tiempo recluido en la crujía "F", por consumo de drogas) y al general Humberto Mariles (medallista de oro en equitación en las Olimpiadas de 1948 y preso en 1964 por asesinar al albañil Jesús Velázquez). Otro personaje memorable era un hombre rubio, alto y bien parecido, a quien los demás reos llamaban "El Remington", encarcelado porque había matado a su mamá golpeándola con una máquina de escribir. Él fue jefe de cocina hasta que una vez, junto con 2 cómplices, planeó escapar tomando como rehén al entonces director del penal, el general Francisco Alcorte Franco, a quien le puso un cuchillo en la garganta para que mandara abrir las puertas del edificio. Alcorte logró zafarse y ayudado por varios custodios sometieron al "Remington" y sus compinches.


También conocí a un colombiano acusado de homicidio y tráfico de drogas, que se la pasó tocando la guitarra y cantando hasta que consiguió que lo defendiera "el hombre del corbatón", un abogado de oficio muy ducho en asuntos de leyes. El alegre delincuente pagó una fianza de 3 millones de pesos, salió libre y nunca más volvió a poner los pies en Lecumberri.


Contra lo que suele pensar la gente, los reclusos del "palacio negro" se bañaban regularmente y usaban uniformes muy limpios. El único sector donde se veían personas tristes y desaseadas era el de siquiatría, donde estaba, entre otros, el célebre criminal Higinio "El Pelón" Sobera de la Flor, que intentaba violar a su madre y su hermana cada vez que iban a visitarlo. Los pobres locos comían en el suelo, como perros, y andaban siempre con las batas destrozadas, porque la ropa nueva que les daban la hacían trizas en seguida. Goyo Cárdenas, "El estrangulador de Tacuba", era el encargado de recibir las prendas. Siempre tuve dudas de si era cierto que no recordaba haber ahorcado a sus víctimas, porque cada vez que yo desanudaba frente a él las bolsas de ropa, hacía restallar las cuerdas y veía cómo se ponía rojo. A mis compañeras que me decían "no seas mala", les respondía: "no es maldad; nomás me intriga saber si se acuerda o no".



Otro criminal famoso fue un muchacho que asesinó a 2 ancianos en Las Lomas y fue a parar a Lecumberri. Los familiares de las víctimas pagaron a unos reclusos para que lo mataran, pero la verdad es que se les pasó la mano: lo violaron, le sacaron los intestinos y murió en la enfermería, después de sufrir durante horas. Encuentros cercanos Un hombre que me impresionó por su dureza fue "El Cambray", quien tenía acumulados más de 100 años de condena y nunca recibió visitas. Era un secreto a voces que se dedicaba a matar por encargo dentro de la cárcel. Entre las mujeres había varias presas acusadas de robar abrigos de armiño en tiendas de México y Estados Unidos, así como una que resultó ser hombre: se trataba de un joven ratero de autos llamado Roberto, que intentó fugarse vestido de mujer, con maquillaje y zapatos de tacón, como si fuera una visitante de salida. Cuando lo descubrí, me dijo "ándele, jefecita, deme una oportunidad". Le contesté: "te la daría con gusto; pero luego luego se te nota que eres varón; ve nomás los cañones de la barba". Llamé al comandante de guardia y lo regresaron a la crujía, donde como castigo lo dejaron 24 horas vestido de mujer. Después, cada vez que pasaba cerca de él murmuraba quién sabe qué tanto. Años más tarde me lo encontré en la glorieta del metro Insurgentes. Me dijo que había cumplido su sentencia y me dio un abrazo, pero igual me puse muy nerviosa, porque muchos presos liberados descargan su odio en los custodios. A una ex celadora que se encuentra con un excarcelado no le queda más remedio que ser amable, desearle suerte y encomendarse a Dios. De vez en cuando me cruzo con algún teporochito que estuvo encerrado, pero esos me echan el brazo encima y me dicen: "jefa, qué gusto verla; usted sí que no ha cambiado nada".


Trabajar en Lecumberri me dejó algo más que el trato con criminales: por ejemplo, pude comprar una de las 30 casas que el presidente Luis Echeverría asignó para las celadoras en la colonia Ejército Constitucionalista, en Iztapalapa.


Después de renunciar a la prisión, el edificio fue convertido en Archivo; en los años siguientes trabajé de albañil, limpié casas y hasta tomé un curso de taquimecanografía que impartían en una academia de mi colonia. Ahora, a mis setenta y tantos años y recuperándome de una trombosis que me tuvo 16 días en el hospital, no me decido a quedarme en mi casa sin hacer nada. Soy como los muros de Lecumberri: difícil de tumbar.
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3 comentarios:

E.M. Acosta Bolívar dijo...

ah! Luis... ahora es que pude terminar de leerlo... me quedaron 'aguaitos' los ojos.

Esta muy requetelinda tu abuelita.

=)

Mariana dijo...

Tu abuela es una mujer extraordinaria, aunque platique muy poco con ella, dejo una huella muy profunda en mi. Siempre la recuerdo con cariño.

Dile que le mando un beso!!

Y otro para ti!

Maravilloso post!

Anónimo dijo...

UNA GRAN SEÑORA, DE ESAS EXPERIENCIAS DEBEMOS DE APRENDER Y TOMAR LO MEJOR DE ELLAS.


VERDAD SR. BADILLO?