Para Garcia Lorca eran las cinco en sombra de la tarde. Para mí, las nueve donde se detuvieron el frío y el silencio. Las astillas del cristal quebrado regresando a su punto original. La lucha del ladrón y la soga en su cuello. Lo sereno y lo calmo. Mis nueve en punto muerto. El último grano en el reloj de arena lo señaló y cuando cayó en el montón granulado, el sonido en su universo ensordeció hasta la última molécula, hasta la última partícula viva. Eran las nueve en punto vivo, que preferí no contar más para no dejar de creer en el olvido. Cicatriz y mesura. La sombra de sus manos finas, dedos largos, tocaron algo más allá que la comisura de mis labios. Y callé con ese silencio que tiene más palabras que los periódicos y las revistas, que las historias de boca en boca y que no tienen idioma.
Y cada quien sigue el circo de sus días, en las distancias que se recorren por calles y avenidas, aeropuertos y centrales, en buses coloridos y refrigerados, en carreteras sin sentido siguiendo la ruta del salmón, la del delfín.
- No te vayas...
- Hace frío...
Fueron mi nueve en punto final, las que nunca se borran con el tiempo. Las que se ríen lentamente y lloran violines y pianos y zebras y rosas sin espinas. Las que temen y lentamente mueren antes de que acabe la noche y se disuelven en los residuos amargos de una taza con café tibio.
Y cada quien sigue el circo de sus días, en las distancias que se recorren por calles y avenidas, aeropuertos y centrales, en buses coloridos y refrigerados, en carreteras sin sentido siguiendo la ruta del salmón, la del delfín.
- No te vayas...
- Hace frío...
Fueron mi nueve en punto final, las que nunca se borran con el tiempo. Las que se ríen lentamente y lloran violines y pianos y zebras y rosas sin espinas. Las que temen y lentamente mueren antes de que acabe la noche y se disuelven en los residuos amargos de una taza con café tibio.
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