martes, 24 de junio de 2008

MI ABUELITA EN BICICLETA.

Efesios 6 2:3
Aún despierta en esta tierra, después de noches en las que viaja en sueños hacia campos de mangos; se trepa en lanchas llenas de plátanos donde el agua le moja sus pies descalzos; camina de la mano con su padre y el sol quemando su cara, sus mejillas. Con los sones jarochos de fondo bailando y disfrutando las tardes en la plaza en donde nunca le faltó un galán que la piropeara "¡Ey Maca hermosa...!" como aquel idiota hijo del Presidente Municipal que, oligofrénico por su belleza tan simple y compleja, le robó un beso y recibió como castigo un puñetazo directo a su mandíbula; como aquel hombre que dijo ser mi abuelo quien la conquistó poquito a poco y que luego la dejó a su suerte en Isla Mujeres con mi madre y mi tío, y que luego muchos años después, en el D.F., huía como cobarde al encontrarse de frente ante esa furia tan suya, ante aquella tempestad en calma que se desbordaba cuando Él, de la mano de su nueva Doña, corría para que ese huracán no lo alcanzara, no lo destrozara. Es Ella. La que el mismo sol de Veracruz le quitó a su padre por insolación; la que fue confinada a la casa de los "parientes pobres" donde forjó ese carácter; la que lucía aquel traje como ninguna otra lo portaba; la que se dedicó a mil y un oficios para sacar adelante a su familia; la que trabajó en Lecumberri y conoció a Goyo Cárdenas, al Capitán Mariles (quien le regaló una foto suya y una moneda de plata en alguna navidad), a Juan Gabriel cuando lo acusaron por robarse ¡Una televisión! y a la delincuencia organizada de aquellas décadas; la que dejó todo cuando su madre empezó a irse de este mundo durante años para cuidarla hasta el final...
Ella despierta y se sabe conciente de la promesa de larga vida que tiene y añora en recorrer esos campos, nadar en aquellos ríos y regresar a aquellos días en que todo era más facil y más sencillo y había más ternura en las calles y estaba el Flaco de Oro, Beny Moré, Pérez Prado y el aire era más transparente y corría más rápido en el malecón del puerto.
Ella despierta en su cama de barrotes de latón, como la princesa de un cuento ajeno y observa el mundo con sus ojos de ochenta y seis años que ya no funcionan bien, pero que son la puerta que se cierra para que todos esos recuerdos se agolpen en su mente y sean tema de grandes charlas que a veces se vuelven monólogos en la soledad de su habitación.
Y a diario se trepa en su bicicleta a ejercitarse durante media hora en la que rápido salimos al trabajo y la dejamos en su mundo de días que no volverán. Y muy orondo le grito a mi mamá:
¡Mira! ¡Mi abuelita en bicicleta!.

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